FRAGMENTO
La mirada, decíamos, envuelve, palpa, abraza las cosas visibles. Como si estuviera con ellas en un acuerdo de armonía preestablecida, como si las supiera antes de saberlas, se mueve a su manera en su estilo discontinuo e imperioso y, sin embargo, las visiones tomadas no son indefinidas, yo no estoy mirando un caos sino cosas, de manera que,
finalmente, no puede decirse quién está al mando, si ellas o él. ¿Qué es esa toma adelantada de posesión de lo visible, ese arte de interrogarlo según los propios deseos, esa exégesis inspirada? Quizás encontraríamos la respuesta en la palpación táctil, en la que interrogador e interrogado están más próximos, y de la cual, después de todo, la del ojo
es una notable variante. ¿De dónde viene que yo doy a mis manos, particularmente, ese grado, esa velocidad y esa dirección del movimiento que son capaces de hacerme sentir las texturas de lo liso y de lo rugoso? Es menester que entre la exploración y lo que ella me enseñará, entre mis movimientos y lo que yo toco, exista alguna relación de principio, algún parentesco, según el cual ellos no son solamente, como los sendópodos de la ameba, vagas y efímeras deformaciones del espacio corporal, sino la iniciación y la apertura a un mundo táctil. Esto sólo puede suceder si, al mismo tiempo que sentida desde adentro, mi mano es también accesible desde afuera: ella misma tangible, por ejemplo, para mi otra mano; si ella toma lugar entre las cosas que toca, si es en un sentido una de ellas, si da finalmente acceso a un ser tangible del que ella también forma parte. Por ese entrecruzamiento en ella de lo que toca y de lo tangible, sus propios movimientos se incorporan al universo que ellos interrogan, son consignados en el mismo mapa que él; ambos sistemas se aplican uno sobre el otro…
Sucede lo mismo con la visión, excepto que, como se dice, aquí la exploración y las informaciones que obtiene no pertenecen «al mismo sentido». Pero esta delimitación de los sentidos es burda. Ya en el «tacto», acabamos de encontrar tres experiencias distintas que se sustentan mutuamente, tres dimensiones que se entrecruzan pero son distintas: un tacto de lo liso y de lo rugoso, un tacto de las cosas -un sentimiento pasivo del cuerpo y de su espacio- y, finalmente, un verdadero tacto del tocar, cuando mi mano derecha toca a mi mano izquierda palpando las cosas, por el cual el «sujeto que toca» pasa al
rango de tocado, desciende a las cosas, de manera que el tacto se hace
desde el medio del mundo y como en ellas.
Debemos acostumbrarnos a pensar que todo visible está tallado en lo tangible, todo ser tácito prometido de alguna manera a la visibilidad, y que hay superposición y atravesamiento de territorio, no sólo entre el tocado y el tocante, sino también entre lo tangible y lo visible incrustado en él, como, inversamente, él mismo no es una nada de visibilidad, no carece de existencia visual. Puesto que el mismo cuerpo ve y toca, visible y tangible pertenecen al mismo mundo. Es una maravilla demasiado inobservada que todo movimiento de mis ojos -más aún, todo desplazamiento de mi cuerpo- tiene lugar en el mismo universo visible que por ellos detallo y exploro, como, inversamente, toda visión tiene lugar en alguna parte dentro del espacio táctil. Hay un relevamiento doble y cruzado de lo visible dentro de lo tangible y de lo tangible dentro de lo visible, los dos mapas están completos y, sin embargo, no se confunden. Las dos partes son partes totales y, sin embargo, no se pueden superponer.
Lo visible y lo invisible (cap. El quiasmo, el entrelazo)
Merleau-Ponty
La consistencia del cuerpo, lejos de rivalizar con la de mundo, es por el contrario el único medio que tengo de ir al corazón de las cosas, haciéndome mundo y haciéndolas carne.
El cuerpo interpuesto no es cosa, materia intersticial, tejido conjun-
tivo, pero sensible para sí, lo que significa no esta absurdidad: color que
se ve, superficie que se toca, sino esta paradoja [¿?]: un conjunto de
colores y superficies habitadas por un tacto, una visión, por lo tanto
sensible ejemplar que ofrece a quien lo habita y siente con qué sentir
todo lo que afuera se le parece, de modo que, preso en el tejido de las co-
sas, lo atrae todo hacia él, lo incorpora, y, con el mismo movimiento,
comunica a las cosas sobre las que se cierra esa identidad sin superpo-
sición, esa diferencia sin contradicción, esa separación de adentro y
afuera, que constituyen su secreto natal.
El cuerpo nos une directamente a las cosas por su propia ontogénesis, soldando entre sí los dos esbozos que lo componen, sus dos labios: la masa sensible que él es y la
masa de lo sensible de la que nace por segregación, y a la cual, como vidente, permanece abierto.
En todo caso, al reconocer una relación cuerpo-mundo, hay ramificación de mi cuerpo y ramificación del mundo, y correspondencia de su adentro y de mi afuera, de mi adentro y de su afuera, esbozos que lo componen, sus dos labios: la masa sensible que él es y la
masa de lo sensible de la que nace por segregación, y a la cual, como vidente, permanece abierto. Es él, y sólo él, porque es un ser de dos dimensiones, quien puede llevarnos a las cosas, que no son seres chatos, sino seres en profundidad, inaccesibles a un sujeto de sobrevuelo, abiertas sólo a ese que, si es posible, coexiste con ellas en el mismo
mundo.
¿Sí o no, tenemos un cuerpo, es decir, no un objeto de pensamiento permanente, sino una
carne que sufre cuando la hieren, manos que tocan?
Decimos entonces que nuestro cuerpo es un ser de dos hojas: por un lado, cosa entre las cosas y, por el otro, el que las ve y las toca; decimos, porque es evidente, que reúne en él esas dos propiedades, y su doble pertenencia al orden del «objeto» y al orden del «sujeto» nos devela, entre ambos órdenes, relaciones muy inesperadas. Si el cuerpo tiene esa doble
referencia, no puede ser por un azar incomprensible. Nos enseña que cada una llama a la otra.
No es simplemente cosa vista en realidad (yo no veo mi espalda), es visible por derecho, cae bajo una visión a la vez ineludible y diferida. Recíprocamente, si toca y ve, no es que tenga los visibles frente a él como objetos: están a su alrededor, incluso entran en su recinto, están en él, tapizan desde afuera y desde adentro sus miradas y sus manos. Si los toca y los ve, es solamente porque, siendo de su familia, él mismo visible y tangible, utiliza su ser como un medio para participar en el de ellos, es porque cada uno de los dos seres es para el otro arquetipo, porque el cuerpo pertenece al orden de las cosas, como el mundo es carne universal.
Hablar de hojas o de capas es nuevamente aplanar y yuxtaponer, bajo la mirada reflexiva, lo que coexiste en el cuerpo viviente y erguido. Si se quieren metáforas, mejor
sería decir que el cuerpo sentido y el cuerpo sintiente son como el reverso y el anverso, o también, como dos segmentos de un solo recorrido circular, que, por arriba, va de izquierda a derecha, y por abajo, de derecha a izquierda, pero que no es más que un único movimiento en sus dos fases. Pero todo lo que se dice del cuerpo sentido repercute en el
sensible entero del que forma parte, y en el mundo.
Tenemos que rechazar los prejuicios seculares que ponen el cuerpo en el mundo y el
vidente en el cuerpo, o, inversamente, el mundo y el cuerpo en el vidente, como en una caja. ¿Dónde poner el límite entre cuerpo y mundo, puesto que el mundo es carne?
El mundo visto no está «dentro» de mi cuerpo, y mi cuerpo no está «dentro» del mundo visible a título determinante: carne aplicada a una carne, el mundo no la rodea ni está
rodeado por ella. Participación y vinculación con lo visible, la visión no lo envuelve ni es envuelta por él definitivamente. La película superficial de lo visible sólo es para mi visión y para mi cuerpo. Pero la profundidad bajo esa superficie contiene mi cuerpo y contiene por ende mi visión. Mi cuerpo como cosa visible está contenido en el gran espectácu-
lo. Pero mi cuerpo vidente sustenta ese cuerpo visible, y todos los visibles con él.
Hay inserción recíproca y entrelazamiento de uno en el otro.
Lo visible y lo invisible (cap. El quiasmo, el entrelazo)
Merleau-Ponty
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